La India es pobreza extrema, miseria, suciedad y a la vez delicadeza y sabiduría. El tiempo tiene allí otra medida. La India es la imagen de decenas de personas esperando pacientes la muerte en las calles cercanas al Ganges, en Benarés. No piden limosna pero la reciben si se la das. Hombres y mujeres cubiertos de harapos, no siempre ancianos, no siempre enfermos. Algo o alguien, por alguna razón, les ha traído de la mano, recorriendo a pie miles de kilómetros, en busca de un apacible e intemporal final.
La India son cometas en el cielo de la ciudad azul de Jodpur. Cometas que bajan de lo alto a las azoteas azules pobladas de niños y abuelos saludando al atardecer. La India es también la noche, en las aceras de Delhi, con su fantasmal hilera de famélicos ciclistas durmiendo en sus ciclorickshaw –lo único que poseen-. La India sólo se detiene cuando Bolliwood suena y el amor y la música llegan a las antenas de los humildes y hacinados hogares. O cuando la cadena estatal de televisión retransmite sin pudor, los banquetes de los magnates hindúes del transporte o la cerveza, en inmensos yates donde se reúnen el lujo y el glamour más obscenos que uno imaginarse pueda. La India es una potencia mundial de la informática y la tecnología, conviviendo con el sistema de castas y la miseria de los “intocables”.
Pero el viajero que mira, pronto descubre que no es un subcontinente de ignorantes o fanáticos de una religión que condena a una existencia sin esperanza, a la espera de una redentora reencarnación. La India es un lugar en el que las preguntas del viajero no tienen respuesta. Por eso las soluciones de los problemas, en ese país, no están en las ideas. En la India, la revolución de los pobres entendida con criterios de justicia, igualdad y libertad no es, al menos a ojos del visitante occidental, aparentemente posible.
Quizás trás un análisis parecido, Vicente Ferrer decidió, hace ya 50 años, que su función no era entender ni evangelizar, sino remediar. Sentarse al lado de los pobres, hablar poco –no son las palabras su principal legado- y hacer mucho. Así que a mitad de siglo XX, mientras en Europa y América pensábamos en revoluciones sociales y políticas, él simplemente declaró la guerra al sufrimiento con rostro de prójimo.
No intentó ser un redentor, un líder de masas, otro visionario más… Dejó la Iglesia del miedo, la caridad y el paternalismo y optó, desde una opción laica, por el amor a sus semejantes como única pertenencia, como única regla y objetivo. No buscó más allá de las comunidades a las que, una tras otra, ayudó a desarrollarse, a protegerse, a hacerse fuertes en vez de ricas. Siempre desde abajo. “Si no te olvidas de los pobres, nunca te equivocarás”, era el sencillo discurso del que pasó medio siglo actuando, implicando a los desfavorecidos en múltiples proyectos de desarrollo rural, excavando pozos, vacunando, optimizando los recursos, formando, inventando los microcréditos como la mejor formula para avanzar y consolidar lo conseguido allí donde la atención del Estado no existe.
Decenas de miles de indios recorren estos días los caminos de Anantapur para despedir a Vicente Ferrer, al amigo que les ha legado una forma nueva de trabajar por un mundo mejor. Rabiosamente moderna.