
El pudor es la imagen de Eva con la hoja de parra cubriendo el primer pubis femenino de la humanidad. Es el rostro sonrojado de una muchacha escuchando un piropo. Es la sensación del hombre cabal cuando escucha un exceso de halagos hacia su persona. Es la sonrisa frente a la carcajada estentórea. Es la lágrima que se escapa en vez del coro de plañideras.
El pudor es sutil y elegante. No es antiguo ni beato. No es miedoso ni valiente. Es, por definición, sincero y espontáneo. Si no surge de forma natural, no es pudor, es teatro. Del pudor se ha nutrido la literatura, la poesía, la pintura… para sugerir y agitar la imaginación. Sin pudor, caeríamos en la dictadura de lo obvio.
Ha habido tiempos en los que instituciones poderosas – iglesias, monarquías, caudillos…-, han tomado el pudor como rehén, lo han usado en su provecho para ponerle cepos a la vida. Algunos podemos dar fe de ello. Pero sólo en libertad aparece tal como es, inesperado y limpio. Expresándose distinto en la ciudad y en la aldea, en los alegres trópicos y en la refinada Europa, en los desnudos pueblos primitivos del Amazonas y en las aisladas poblaciones de las estepas asiáticas. En todo caso, es universal y omnipresente. No hay ser humano en el mundo que carezca, en alguna medida, de pudor. Sólo la muerte y la locura lo abaten por completo.
Sin embargo, el pudor también es la barrera que, en ocasiones, no nos deja expresar los sentimientos ante los demás. Son muchas las personas que tras la muerte del padre, la madre, el hijo o el amigo, confiesan su dolor por no haberle abrazado, besado o acariciado muchas más veces de lo que lo hicieron cuando aún era posible. Por no haberle dicho todo lo que le querían o le admiraban. Algunos escritores han saldado esa deuda conjurando la figura amada o admirada en poemas o novelas. “Coplas por la muerte de su padre” de Jorge Manrique es uno de los ejemplos clásicos. Más recientemente, Héctor Abad Faciolince en “El olvido que seremos” consigue en una prosa conmovedora, el mejor retrato que he leído sobre un padre amantísimo, finalmente asesinado a causa de su coherencia, valentía y libre pensamiento por los paramilitares colombianos. El libro dibuja un ser admirable y tierno, y no evita evocar momentos en los que las manifestaciones de cariño al querido hijo son tan claras y explícitas que pueden suscitar pudor o incluso resultar “cursis” al lector educado en la contención de los sentimientos, en la convicción de que la manifestación directa de las emociones debe racionarse, reservarse para momentos muy especiales, decorarse en un contexto contenido. Guardar la perla para que no pierda el brillo que lucirá en el solemne instante oportuno.
Pero es que el pudor se hace mayor con nosotros y debe dejar de ser el gigante juvenil, para saltar, en un momento de la vida, por encima del miedo al ridículo, de la seguridad de la comunicación controlada. Después de los años dedicados a la adquisición de conocimientos y experiencias, llega el tiempo de profundizar en las sensaciones. De disfrutar de ellas. De decir, abrazar, besar lo que el corazón nos pida. En privado y en público, ¿por qué no? De sentir intensamente la alegría y la pena. De reír y llorar, aún a riesgo de ser considerado “cursi” o, más bondadosamente, un “sentimental”. Junto y para los seres que queremos. Antes de que sea demasiado tarde. Con el tipo de pudor que corresponde a la edad que transitamos. Con las licencias que la madurez concede.