
En primer lugar, José Saramago. Su multitudinario entierro en Lisboa me recordó las palabras con las que comienza su libro “Intermitencias de la muerte”: “Al día siguiente no murió nadie...” Seguro que le sirvieron para afrontar con serenidad, desde su convencido ateísmo, los momentos finales de su vida. “Entraré en la nada y me disolveré en átomos”, así describió hace ya cinco años lo que sabía no tardaría en llegar.
Saramago fue un escritor tardío. Dedicó su juventud a conocer el mundo y no le gustó. Por eso se puso a escribir. Para cambiarlo. Desde el respeto a los demás y también a sí mismo. Nunca calló y el paso del tiempo le fue haciendo cada vez más libre. En su blog “Los cuadernos”, cuya lectura recomiendo vivamente, se puede comprobar como en sus últimos años arremetió con la misma valentía y claridad de siempre, contra la mafia de Berlusconi, la dictadura castrista y todo lo que entendía atentaba contra la libertad y la dignidad de los seres humanos. Hasta el final fue capaz de mantener aquello “de no hacer nada en la vida que avergonzara al niño que fui”.
Pero por encima del compromiso social y político, está su imaginación desbordante y su enorme capacidad para crear fábulas. Utensilios, máquinas, puertas… se rebelan contra una dictadura imaginaria en “Casi un objeto”. El ochenta y tres por ciento de la población vota en blanco en “Ensayo sobre la lucidez”… Y, como esas, otras muchas delicias literarias que no conviene perderse.
Acabó sus días en las desoladas montañas de Lanzarote, de las que decía “traían la luz”. Nieto cabal de su abuela, una humilde campesina del Portugal más profundo, de la que nos contó las penúltimas palabras: “con la serenidad de sus noventa años y el fuego de una adolescencia nunca perdida, murió diciendo: el mundo es tan bonito... y yo tengo tanta pena de morir”. Al final todos volvemos a los que nos precedieron. También Saramago, el hombre libérrimo que nunca tuvo miedo de pensar por sí mismo.
Con escasa atención desde los medios, este año se conmemora el cincuenta aniversario de la muerte de Don Gregorio Marañón, uno de los personajes capitales de la Medicina en la España del siglo XX. Marañón fue, además de eminente científico, un intelectual comprometido en un difícil periodo histórico: los años anteriores y posteriores a la guerra civil. En su magna producción literaria pueden encontrarse ensayos sobre historia, sexualidad –trató el mito de Don Juan en distintos trabajos- y política. Admirador de Galdós, se opuso frontalmente a la dictadura de Primo de Rivera que consideraba un freno a la necesaria modernización del país. Pero sobre todo, su figura señala el comienzo de la preocupación social por la salud pública en España. De alguna forma, Marañón es el precursor de la sanidad tal como ahora la entendemos. Él fue uno de los hombres que hicieron posible el gran cambio en las condiciones de vida de los españoles desde aquellas Hurdes -que él describió en su “Memoria” del año 1922- hasta el actual estado del bienestar. Justo es reconocerlo también ahora, como hace 50 años lo hizo la agradecida multitud que le acompañó en su entierro en Madrid.
Y para finalizar el terceto, no me resisto a incorporar al matemático Perelman, conocido por resolver la imposible “Conjetura de Poincaré” y no acudir a recoger el millón de dólares que un Instituto francés le otorgó por ello. Tampoco aceptó donarlo a una institución benéfica, lo que en ocasiones se hace para sustituir la “pasta” por la admiración del público. A Perelman no le interesan el dinero, la fama o el reconocimiento. Sólo la pasión por las matemáticas. Puede parecer un excéntrico pero es admirable. Los grandes hombres abren caminos inesperados en los tiempos de oscuridad. Quizás sea el caso de Perelman.
Tres hombres ilustres que encuentro reflejados en los versos de Fernando Pessoa: “para ser grande sé entero: nada tuyo exageres ni excluyas. Sé todo en cada cosa. Pon cuanto eres en lo mínimo que hagas”. Grandes hombres.