
Los tóxicos están ahí para criticarlo todo, para que nada les parezca bien. Los tóxicos ven mal lo que se hace, lo que se dice, lo que se propone, lo que falta, lo que sobra... Son los más desgraciados de la tierra, los que más trabajan y los menos valorados... Nada va bien para los tóxicos: el jefe, el grupo, el mundo que les ha tocado en suerte… Todo es un desastre. Y a ellos, los que conocen la solución, no se les tiene en cuenta. ¿Por qué será?
Los tóxicos nunca proponen nada concreto, nadan en lo genérico, en el mundo de lo irrealizable. Representan la pureza, son los guardianes del espíritu puro. Y si por casualidad alguna vez se les escapa una idea viable, jamás se responsabilizan de gestionarla. Para poder seguir criticando. Siempre negativos, nunca positivos, como diría Van Gaal. Cuando las cosas parecen ir bien, se les pudre el corazón.
Ser tóxico es una forma de estar en el mundo. Los tóxicos son enfermos de insatisfacción vital socialmente tolerados. Como los antiguos “tolos” de las aldeas. Pero a diferencia de éstos, no son inofensivos. Insidiosos, molestos, conflictivos, pueden acabar con la mayor de las paciencias y socavar las cimientos de cualquier proyecto colectivo. Con frecuencia querulantes, les encantan las conspiraciones –por supuesto contra ellos-, las denuncias y los escritos de protesta. A esto dedican gran parte de su tiempo. Y a los que no les bailan el agua y les siguen el rollo, les llaman vendidos y estómagos agradecidos.
Su enfermedad es incurable. No se fíen si parece que un tóxico se ha rehabilitado. Seguramente sólo está en fase de letargo: descansa para ser aún más tóxico. En cuanto le resulte posible. El único tratamiento -del que puede depender la supervivencia del grupo en cuestión- es el aislamiento. Y la alegría, porque ellos son tristes.
Los tóxicos no son felices. Les consume la carcoma de la envidia. Simples y maniqueos, los tóxicos no resisten la confrontación cara a cara. La eluden como el vampiro la luz. Su territorio no es el campo abierto. Es en el pasillo y en las cafeterías donde se mueven como pez en el agua. En el cuchicheo, la desconfianza y la insidia. Los tóxicos transmiten su rencor por las esquinas. Allí olisquean los malestares de los otros y cuando los encuentran, les ofrecen cobertura y cobijo. Sin descanso buscan la colusión de desencuentros, la suma de afectados por el injusto mando en plaza, por el viciado sistema. Y cuando la coyuntura se complica, su actividad tóxica se multiplica exponencialmente.
En general son intelectualmente vagos y emocionalmente desgraciados. Incompatibles con el bienestar y la generosidad, se agarran a su toxicidad como a un clavo ardiendo, como si les fuera la vida en ello, como si les librara de algo peor. Una lástima.
Puede que ustedes tambien tengan cerca alguno de estos ejemplares. Son más frecuentes de lo que se cree. Si es así, ya saben: indiferencia, sonrisas… y las ventanas siempre abiertas.