
Son muchos los que dicen que todo esta escrito ya. Sin embargo, siguen escribiendo para agrandar “su obra”. Corren tiempos en los que se escribe más de lo que se lee. La producción es inmensa: periódicos, revistas, blogs, redes sociales… Proliferan los talleres de escritura, los pequeños y grandes concursos literarios... Es, por tanto, cada vez más importante distinguir el grano de la abundante paja. Y tiene un indudable mérito el que lo consigue.
Jean de la Bruyére afirmaba en una de sus célebres frases que
“la gloria de ciertos hombres consiste en escribir bien; la de los demás consiste en no escribir”. Algunos entienden de forma relativa este lapidario aserto y deciden aprovechar el trabajo ajeno para alcanzar la celebridad propia. El hecho es que plagios e imposturas han existido siempre. Son un componente más de la comedia del arte y la literatura. Por eso, en mi opinión, deben ser considerados pecados veniales y, sus ejecutores, tratados con benevolencia. ¿Quién, cuando
Facebook no existía, no utilizó como propio algún poema de
Bécquer o de
Whitman para seducir, recitándoselo al oído, a la chica que pretendía?
Hace unos días nos sorprendió la noticia de un ingeniero italiano que llevaba cuatro años fusilando y publicando novelas y ensayos, plagiados sin pudor alguno.
Fabio Filipuzzi reconoció su delito tras ser cazado por un consumado lector: un librero de
Trieste. Una rata de biblioteca descubrió que sus libros eran meras transcripciones de otros autores, trufadas con aisladas frases propias o simples cambios de nombre en los personajes. Una de las novelas era un “corta y pega” con “aportaciones” de
Paul Auster y otros autores menos conocidos. Para más inri, el ingeniero falsario era también subdirector de una de las editoriales que publicó “sus” libros y nieto de un respetado intelectual de la región del
Friuli.
Al contrario de lo que pudiera esperarse, la crítica literaria italiana y reputados blogs especializados han alabado de Filipuzzi su buen gusto y la excelente y refinada elección de textos que ha demostrado. Tras su humildad al reconocer los hechos, hay quien ha visto en él a un digno compilador clásico o a un erudito copista. A un "Bartleby de la postmodernidad".
Al poco de conocer esta historia, tuve ocasión de recordar en una agradable tertulia de amigos en El Cercano, espacio ourensano de encuentro que pone a nuestra disposición Moncho Conde Corbal, el sorprendente plagio que el gran escritor peruano Bryce Echenique hizo, hace ya años, de un artículo de Chesi*. Son anécdotas que confirman al “buen” plagio como un escalón superior a la mediocre sopa de letras en la que nadamos últimamente.
Otros, por el contrario, se plagian a sí mismos una y otra vez. Y con ello, alcanzan a la vez el éxito y la decadencia. Muchas veces como producto de la adulación y la insaciable necesidad, para ciertos “creadores”, de regar incesantemente su autoestima. Véase si no el actual periplo europeo de Woody Allen con guiones calcados los unos de los otros, con el mismo discurso existencial y el mismo formato narrativo, para fácil consumo de los incondicionales, el gremio que más amenaza al talento.
Decía Paul Valery “que cuánto más se escribe, menos se piensa”. Puede que sea una buena definición de la época que nos ha tocado vivir. En todo caso, cuando uno ve una librería nueva que se abre, como la que ayer descubrí en nuestra Plaza Mayor, renace la esperanza de tiempos mejores. Con plagios o sin ellos.
*Por si no lo conoceis, Chesi -José María Pérez Álvarez- es un magnífico escritor de Ourense, autor, entre otras joyas, de los libros La soledad de las vocales y Las estaciones de la muerte. Ambos altamente recomendables.
La foto que encabeza la entrada es del propio Fabio Filipuzzi.