Cuando la globalización hace que los mundos se parezcan cada vez más, que las calles de todas las ciudades tengan el mismo aspecto, los mismos carteles publicitarios, el mismo olor y hasta ofrezcan la misma comida, la curiosidad empuja a viajar en busca de otro tipo de sensaciones.
Ningún lugar hay en este planeta más fascinante y evocador que “los reinos de los confines de la tierra”, donde por los siglos de los siglos se han cruzado los caudillos más brutales de la historia –desde Gengis Khan a Stalin- con las civilizaciones más refinadas, poseedoras de conocimientos que fueron capaces de cambiar el rumbo de la humanidad. Países alejados de cualquier lugar conocido, de intrincada orografía y nomenclatura imposible, con desiertos intransitables y lujuriosos oasis. Los unen caminos que sólo los mercaderes fueron capaces de trazar. Son las rutas de la seda.
Nadie sabe quien fue el primero en traer a Occidente esa tela fina, ligera y sensual que al decir de Plinio permitía a las mujeres de Roma pasear por sus calles, “vestidas y a la par, desnudas”. Pero es Marco Polo quien en su “Libro de las maravillas” relata con sorprendente rigor para aquellos lejanos tiempos, cuánto era posible entonces saber sobre las rutas de la seda y los pueblos que las surcaban, sus creencias y sus costumbres.
Samarkanda, Bukhara, Jhiva, enclaves legendarios que simbolizan ese Oriente misterioso y voluptuoso de los cuentos de nuestro imaginario infantil. Ciudades milenarias del actual Uzbekistán. Mil guerras las destruyeron y mil pueblos las volvieron a reconstruir. Ahora lucen grandes y ordenadas avenidas, heredadas del clásico urbanismo soviético, el último imperio que las dominó. Entre ellas aparecen ante el visitante las cúpulas azules de los gigantescos edificios mongoles. A su alrededor viven gentes acogedoras, muy diversas en su apariencia física, producto del mosaico de razas que la historia allí ha hecho confluir: asiáticos, persas, árabes, eslavos...
Ciudadanos de un país laico, en el que predominan las costumbres islámicas pero los niños van al colegio impecablemente uniformados como si todos fueran al liceo británico y las jóvenes pasean su humilde ropa de domingo por las calles, con esa mezcla de picardía e ingenuidad que recuerda a nuestros años sesenta. En suma, una miscelánea de Oriente y la antigua URSS.
Y es que hace nada, apenas 20 años, el presidente de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, Islam Karimov, anunció una mañana a su pueblo que el país adquiría una independencia que nadie había pedido. También les dijo que estuvieran tranquilos, que él seguiría siendo su presidente. De un día para otro, los retratos de Lenin se cambiaron por los de Karimov, convencido comunista que pasó a ser el líder nacionalista que la nueva situación requería. Y de los libros de texto de los colegios desaparecieron la revolución de Octubre y las lecturas de Marx para recuperar al gran Tamerlán.
Hasta hoy. Cambiando la Constitución las veces que hiciera falta y persiguiendo cualquier oposición a la que se le ocurriera aparecer. Llenando hasta reventar las corruptas arcas de la insaciable familia del dictador. Mientras Occidente miraba para otro lado, velando por sus intereses estratégicos y comerciales. El peor legado que un dirigente puede dejar a su pueblo es el del engaño y la ignorancia. El más difícil de superar.
Dicen que los viajes son verticales y permiten mirar muchas capas de tiempo y realidad que se nos escapan cuando no nos movemos. Y que mientras se enriquece el mundo, el yo se desnuda de prejuicios. También dicen que todos los caminos son de seda cuando se recorren con los ojos bien abiertos.
Ningún lugar hay en este planeta más fascinante y evocador que “los reinos de los confines de la tierra”, donde por los siglos de los siglos se han cruzado los caudillos más brutales de la historia –desde Gengis Khan a Stalin- con las civilizaciones más refinadas, poseedoras de conocimientos que fueron capaces de cambiar el rumbo de la humanidad. Países alejados de cualquier lugar conocido, de intrincada orografía y nomenclatura imposible, con desiertos intransitables y lujuriosos oasis. Los unen caminos que sólo los mercaderes fueron capaces de trazar. Son las rutas de la seda.
Nadie sabe quien fue el primero en traer a Occidente esa tela fina, ligera y sensual que al decir de Plinio permitía a las mujeres de Roma pasear por sus calles, “vestidas y a la par, desnudas”. Pero es Marco Polo quien en su “Libro de las maravillas” relata con sorprendente rigor para aquellos lejanos tiempos, cuánto era posible entonces saber sobre las rutas de la seda y los pueblos que las surcaban, sus creencias y sus costumbres.
Samarkanda, Bukhara, Jhiva, enclaves legendarios que simbolizan ese Oriente misterioso y voluptuoso de los cuentos de nuestro imaginario infantil. Ciudades milenarias del actual Uzbekistán. Mil guerras las destruyeron y mil pueblos las volvieron a reconstruir. Ahora lucen grandes y ordenadas avenidas, heredadas del clásico urbanismo soviético, el último imperio que las dominó. Entre ellas aparecen ante el visitante las cúpulas azules de los gigantescos edificios mongoles. A su alrededor viven gentes acogedoras, muy diversas en su apariencia física, producto del mosaico de razas que la historia allí ha hecho confluir: asiáticos, persas, árabes, eslavos...
Ciudadanos de un país laico, en el que predominan las costumbres islámicas pero los niños van al colegio impecablemente uniformados como si todos fueran al liceo británico y las jóvenes pasean su humilde ropa de domingo por las calles, con esa mezcla de picardía e ingenuidad que recuerda a nuestros años sesenta. En suma, una miscelánea de Oriente y la antigua URSS.
Y es que hace nada, apenas 20 años, el presidente de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, Islam Karimov, anunció una mañana a su pueblo que el país adquiría una independencia que nadie había pedido. También les dijo que estuvieran tranquilos, que él seguiría siendo su presidente. De un día para otro, los retratos de Lenin se cambiaron por los de Karimov, convencido comunista que pasó a ser el líder nacionalista que la nueva situación requería. Y de los libros de texto de los colegios desaparecieron la revolución de Octubre y las lecturas de Marx para recuperar al gran Tamerlán.
Hasta hoy. Cambiando la Constitución las veces que hiciera falta y persiguiendo cualquier oposición a la que se le ocurriera aparecer. Llenando hasta reventar las corruptas arcas de la insaciable familia del dictador. Mientras Occidente miraba para otro lado, velando por sus intereses estratégicos y comerciales. El peor legado que un dirigente puede dejar a su pueblo es el del engaño y la ignorancia. El más difícil de superar.
Dicen que los viajes son verticales y permiten mirar muchas capas de tiempo y realidad que se nos escapan cuando no nos movemos. Y que mientras se enriquece el mundo, el yo se desnuda de prejuicios. También dicen que todos los caminos son de seda cuando se recorren con los ojos bien abiertos.
A veces es necesario irse muy lejos para poder volver a casa.
ResponderEliminarY como se disfruta volviendo para luego volverse a ir.
ResponderEliminar