El joven busca la perfección sin descanso. Es justo y necesario. El mayor que sigue haciéndolo suele ser dogmático, purista o simplemente cínico. El buen joven no acepta el mal menor ni las medias tintas. No pide soluciones, exige la solución. No tolera la mentira ni la hipocresía. A cada paso que da, el mundo que le rodea le parece más injusto e intolerable. El joven cabalga hasta el amanecer; al mayor le conviene detenerse a observar la puesta de sol. El mayor disfruta de la belleza imperfecta, de las curvas en la línea recta y del lento discurrir de los días. Los jóvenes escuchan a Baudelaire cuando les dice: “emborrachaos de vino, pecado o virtud, pero emborrachaos”. Los mayores entienden mejor a Cernuda: “de joven no sabía ver la hermosura, codiciarla, poseerla; de viejo he aprendido y veo la hermosura, pero la codicio inútilmente”.
Hay jóvenes que son mayores desde pequeñitos. En su disco duro traen incorporado el camino recto, un GPS de la vida. Saben lo que quieren, pero se pierden todo lo demás. Hay mayores que no maduran nunca, creen que no les hace falta. Sus registros son planos, intolerantes y aburridos. Los que se salen de ellos son extraños enemigos que perturban la excluyente normalidad. Jamás han ensayado, jamás se han equivocado.
Hay mayores que no soportan el paso del tiempo, que buscan el eterno retrato de Dorian Gray. Y pactan día a día con el Fausto de la cirugía estética, habitando el territorio de las apariencias que siempre engañan. Berlusconis patéticos, dolientes esclavos de la modernidad, que aún no han descubierto que el fastidio, como dice Ángel Gabilondo, es un estado de ánimo que obedece a múltiples causas, eliminadas las cuales el fastidio persiste.
Hay jóvenes brillantes que apuran de un sorbo el cáliz de la vida. Genios admirables como Mozart, a los que el destino sólo concede un corto tramo de exprimida existencia. También hay bellos cadáveres que quedan en nuestro recuerdo eternamente jóvenes: Marylin, James Dean… O ancianos juveniles, más lúcidos que nadie al final de sus días: José Saramago, José Luis Sampedro…
Hace unos meses, en un pueblo de New Jersey llamado Long Branch, un agente de policía de 24 años detuvo a Bob Dylan paseando, sin rumbo ni documentación, por la carretera. Pensó, por su aspecto descuidado, que era un vagabundo más. Y no le creyó cuando el cantante intentó identificarse como el autor de “Forever Young”, aquel maravilloso canto a la juventud perpetua. Las fotos que el oficial había visto del ídolo rebelde que sacudió al mundo en los años sesenta, cantando que la respuesta está en el viento, no se parecían en nada a aquel vejestorio desaliñado. Un suceso más de la interminable historia de las edades del hombre.
Cuando de pequeño, mis padres me reñían, la abuela siempre decía: ¡dejadlo, son cosas de la edad! Una benevolente disculpa que puede usarse con justicia hasta el final de la vida. En el fondo, mientras dura la existencia una pregunta late de forma permanente en nosotros: ¿cómo vivir?
Sara Bakewell, en un libro sobre Montaigne, divaga sobre este dilema buscando respuestas en el pensamiento del escritor francés del siglo XVI y de otros intelectuales (Pascal, Stefan Zweig…) que, años más tarde, también reflexionaron sobre ello. Confluyendo en lo esencial: preservar, ocurra lo que ocurra alrededor, el gusto por vivir, la curiosidad por lo distinto y el respetuoso asombro ante la diversidad de los seres humanos.
Para encontrar, cuanto antes, la habitación propia que tanto buscó Virginia Woolf. Y poder mirar las cosas con la tranquilidad de saberte imperfecto, sin la necesidad de controlarlo todo. Con la claridad de espíritu que permitió al viejo Hokusai, pintar la gran ola de la vida.
Hay jóvenes que son mayores desde pequeñitos. En su disco duro traen incorporado el camino recto, un GPS de la vida. Saben lo que quieren, pero se pierden todo lo demás. Hay mayores que no maduran nunca, creen que no les hace falta. Sus registros son planos, intolerantes y aburridos. Los que se salen de ellos son extraños enemigos que perturban la excluyente normalidad. Jamás han ensayado, jamás se han equivocado.
Hay mayores que no soportan el paso del tiempo, que buscan el eterno retrato de Dorian Gray. Y pactan día a día con el Fausto de la cirugía estética, habitando el territorio de las apariencias que siempre engañan. Berlusconis patéticos, dolientes esclavos de la modernidad, que aún no han descubierto que el fastidio, como dice Ángel Gabilondo, es un estado de ánimo que obedece a múltiples causas, eliminadas las cuales el fastidio persiste.
Hay jóvenes brillantes que apuran de un sorbo el cáliz de la vida. Genios admirables como Mozart, a los que el destino sólo concede un corto tramo de exprimida existencia. También hay bellos cadáveres que quedan en nuestro recuerdo eternamente jóvenes: Marylin, James Dean… O ancianos juveniles, más lúcidos que nadie al final de sus días: José Saramago, José Luis Sampedro…
Hace unos meses, en un pueblo de New Jersey llamado Long Branch, un agente de policía de 24 años detuvo a Bob Dylan paseando, sin rumbo ni documentación, por la carretera. Pensó, por su aspecto descuidado, que era un vagabundo más. Y no le creyó cuando el cantante intentó identificarse como el autor de “Forever Young”, aquel maravilloso canto a la juventud perpetua. Las fotos que el oficial había visto del ídolo rebelde que sacudió al mundo en los años sesenta, cantando que la respuesta está en el viento, no se parecían en nada a aquel vejestorio desaliñado. Un suceso más de la interminable historia de las edades del hombre.
Cuando de pequeño, mis padres me reñían, la abuela siempre decía: ¡dejadlo, son cosas de la edad! Una benevolente disculpa que puede usarse con justicia hasta el final de la vida. En el fondo, mientras dura la existencia una pregunta late de forma permanente en nosotros: ¿cómo vivir?
Sara Bakewell, en un libro sobre Montaigne, divaga sobre este dilema buscando respuestas en el pensamiento del escritor francés del siglo XVI y de otros intelectuales (Pascal, Stefan Zweig…) que, años más tarde, también reflexionaron sobre ello. Confluyendo en lo esencial: preservar, ocurra lo que ocurra alrededor, el gusto por vivir, la curiosidad por lo distinto y el respetuoso asombro ante la diversidad de los seres humanos.
Para encontrar, cuanto antes, la habitación propia que tanto buscó Virginia Woolf. Y poder mirar las cosas con la tranquilidad de saberte imperfecto, sin la necesidad de controlarlo todo. Con la claridad de espíritu que permitió al viejo Hokusai, pintar la gran ola de la vida.
grax por la info
ResponderEliminarBravo por la cirugía plástica, aparece donde menos se la espera
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