La convivencia desde niños y el duro aprendizaje de los instrumentos ceremoniales, las trompetas, los tambores... El colorido de sus vistosos hábitos y la sempiterna compañia de las banderas de oración, ondeando al viento.
Esperando el momento para apoyar en el banquito de madera el libro de oraciones y sentarse en el suelo a entonar con los compañeros los salmos que los discípulos de Buda les han dado para, a través de la meditación que la repetición facilita, alcanzar algún día el nirvana.
La alegria infantil en la laboriosidad de la vida cotidiana del monasterio. Y ese gusto por los detalles y las formas, tan asiático.
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