
En democracia se entiende que los ciudadanos, como los clientes, siempren tienen la razón. Por tanto, nada les puede ser imputado. Así que la sociedad asume comodamente el papel de consumidor político y se ahorra los costes de la implicación en las decisiones. Puede criticar lo que quiera sin responsabilidad alguna. En España, por ejemplo, si el conjunto del país ha vivido por encima de sus posibilidades, si ha construido el futuro sobre bases endebles, si su población activa ha evitado el riesgo de la innovación para buscar el dinero fácil y rápido…, no importa. La culpa nunca será del llamado tejido social, siempre habrá presidentes para imputársela. Que caerán uno detrás del otro, devorados como los hijos de Saturno.
Esa es la causa de que, en general, las elecciones no suele ganarlas la oposición, las pierden los gobiernos en aras de la imprescindible alternancia. Una forma benigna de mirarlo. Pero también la explicación por la que, en la política de hoy, cuantas menos ideas nuevas, más insultos y enfrentamientos rituales de los políticos de cara a la galería. Y más sectarismo, menos responsabilidad y sentido de estado. Una democracia de espectadores, pensada para el consumo masivo en vez de para plantear soluciones reales a los asuntos reales. De ahí también que Rajoy, por ejemplo, pueda alcanzar el poder en España con una confianza popular mínima y sin verse obligado a confrontar sus propuestas.
Con el paso del tiempo la democracia se ha convertido en un sistema que funciona desde la pasividad. Los ciudadanos delegan los asuntos en la clase política, se desentienden y protestan como niños malcriados cuando no se les provee de los derechos absolutos que creen les corresponden por ley natural. Pueblo bueno, políticos malos: decadente maniqueismo democrático.
La Encuesta Social Europea sitúa a los ciudadanos españoles como los de mayor nivel de desinterés e incompetencia política de todo el continente. Pero también como los que más reclaman a los gobiernos intervenciones para ampliar su bienestar. ¡Gasten ustedes lo necesario para tener buenas carreteras, sanidad y educación, pero a mi no me pidan nada, pidánselo a los demás!
La otra cara de la moneda es que en nuestro país la capacidad de influencia y control de los ciudadanos sobre los políticos es de las menores de Europa. Representamos, por tanto, el circulo democrático infernal: “poco puedo influir, así que me inhibo y pongo a parir al gobernante de turno, ¡para eso le pagan!” Actitud que jalean sin cesar algunos medios de comunicación, sobre todo televisivos. Para acabar en la entronización del populismo ramplón de cualquier Belén Esteban que pase por ahí.
Baja calidad democrática que deja irse de rositas a los corruptos, iguala por abajo todas las opciones políticas y dificulta la percepción de las diferentes sensibilidades. La Xunta de Galicia, por ejemplo, reduce este año los fondos de cooperación para el desarrollo en un 20%, dejándolos en un 0.08% de las cuentas públicas. Muy por debajo del 0.11% del bipartito, del 0.3% de Asturias y de la media estatal del 0.25%. ¿Alguien ha dicho algo sobre esto? Sin asociacionismo, sin pensamiento crítico y autocrítico de la sociedad civil, con la clase política enfrentada y estéril, por muy democráticos que seamos vamos camino de la decadencia. Más grave aún que la bancarrota.