Los recuerdos son imágenes fijas, sensaciones, olores, oleadas de sentimientos, lágrimas, risas, sonrisas... Sólo los sueños tienen movimiento. Los recuerdos envuelven y el tiempo se detiene con ellos. Acuden cuando la soledad les llama o un detalle, un objeto, una idea, les abre la puerta. Los recuerdos escarban para hacerse un hueco y al rato se van por donde han llegado, aunque uno intente retenerlos.
Pasan las horas, los días, las semanas, los años y sólo quedan unos pocos recuerdos, siempre los mismos: los de la infancia. También los últimos, los de la despedida. A veces son impulsos, deseos de estrechar en los brazos, de besar, de acariciar, de susurrar al oído... O profundo dolor. Sensación de intemperie, de ausencia, de indefensión. Y colores de tardes de verano, enganchado a su mano, ahuyentando el miedo, buscando, entre las eras, el camino de casa.
Decía Héctor Abad Facciolince que todos sobrevivimos por unos frágiles años en la memoria de los otros, de los que nos quieren. Y que esa memoria tiende a extinguirse, a desaparecer con el paso del tiempo. Por eso la palabra, la escritura, la historia mil veces contada en las reuniones familiares, es la mejor arma para rescatar del olvido a los seres queridos. Para conservarlos, para que de algún modo permanezcan a nuestro lado hasta el fin de los días. Con el bálsamo de la risa que siempre brota al recordar sus manías, su inocencia perpetua, sus torpezas, su particular forma de ser.
Los recuerdos físicos son los que más perduran: la tersura de la piel que acaricias, el metrónomo de la respiración en aquella cama de hospital que era una isla en mitad de la nada, el frescor del agua que mojaba sus labios resecos… Nada puede producir más ternura, más inolvidable cercanía. Tanta como la imagen en blanco y negro de los primeros días de colegio, de lloro inconsolable, de consuelo en los brazos más cálidos del mundo.
Somos un conjunto de pequeñas cosas, de costumbres, de gustos, que conforman nuestra verdadera osamenta. Lo que, en realidad, se va cuando nos vamos. Salvo que aquellos que nos han querido tanto para saberlo todo de nosotros, sean capaces de recordarlo y de contarlo en una conversación, en un libro, en una flor que, cuando se marchita, se repone junto al retrato…
Por eso ella ahora es el pastel que tanto le gustaba, el desorden desesperante, la generosidad sin límites, el amor en estado puro, el cuento de Pascualín el embustero… Y al mismo tiempo todos somos ya, como Borges decía, el olvido que seremos.
Pero el poder evocador de las palabras, torpes o acertadas, sencillas o abigarradas, nos permiten compartir la admiración que sentimos y el amor que profesamos por los que están y por los que se han ido. Nunca es suficiente. Ni antes ni después. Siempre nos quedamos cortos. Por pudor, por temor, por esa extraña conspiración de silencio en la que vivimos.
Por eso es bueno escribir también de esto. Con la complicidad de quienes nos quieran escuchar o leer. De quienes nos ayudan a parar las insidiosas aguas del olvido.
Los recuerdos físicos son los que más perduran: la tersura de la piel que acaricias, el metrónomo de la respiración en aquella cama de hospital que era una isla en mitad de la nada, el frescor del agua que mojaba sus labios resecos… Nada puede producir más ternura, más inolvidable cercanía. Tanta como la imagen en blanco y negro de los primeros días de colegio, de lloro inconsolable, de consuelo en los brazos más cálidos del mundo.
Somos un conjunto de pequeñas cosas, de costumbres, de gustos, que conforman nuestra verdadera osamenta. Lo que, en realidad, se va cuando nos vamos. Salvo que aquellos que nos han querido tanto para saberlo todo de nosotros, sean capaces de recordarlo y de contarlo en una conversación, en un libro, en una flor que, cuando se marchita, se repone junto al retrato…
Por eso ella ahora es el pastel que tanto le gustaba, el desorden desesperante, la generosidad sin límites, el amor en estado puro, el cuento de Pascualín el embustero… Y al mismo tiempo todos somos ya, como Borges decía, el olvido que seremos.
Pero el poder evocador de las palabras, torpes o acertadas, sencillas o abigarradas, nos permiten compartir la admiración que sentimos y el amor que profesamos por los que están y por los que se han ido. Nunca es suficiente. Ni antes ni después. Siempre nos quedamos cortos. Por pudor, por temor, por esa extraña conspiración de silencio en la que vivimos.
Por eso es bueno escribir también de esto. Con la complicidad de quienes nos quieran escuchar o leer. De quienes nos ayudan a parar las insidiosas aguas del olvido.
Para los que leísteis ayer el artículo en La Región, el titulo correcto es este. En el periodico salió, por error, como Caminos.
ResponderEliminarLo que una vez disfrutamos , nunca lo perdemos. Todo lo que amamos profundamente se convierte en parte de nosotros mismos y con nosotros sigue vivo.
ResponderEliminarSomos lo que somos porque somos para otros...
ResponderEliminarPrecioso el homenaje; un beso
En un preciado rincón del armario de mis recuerdos siempre permanecerán recogidos aquellos días de juventud en los que iba a buscarte a tu casa. Ella, siempre alegre, siempre cariñosa, me recibía con dos maravillosos besos de madre y me decía:"espera un poco, que se está vistiendo". Y nunca se me hizo larga la espera.
ResponderEliminarPara un amigo.
ResponderEliminar"Nuestros muertos siguen viviendo
en los dulces ríos de la Tierra,
y regresan de nuevo con el suave
paso de la Primavera,
y su alma va con el viento,
que sopla rizando
la superficie del lago"
Seattle, 1855
Sabía que escribías de maravilla, que eras un médico excelente y una estupenda persona, pero escuchándote en el Tanatorio... me he dado cuenta de que lo que sabía no era nada.Solo lo que se ve.Allí dejaste ver más de tu interior...¡Sácalo más! lo bueno escasea en el mundo y el ejemplo es necesario para mejorar.
ResponderEliminarUn abrazo.
YO me llevo su recuerdo y aquella horita que pasé con ella en su casa, escuchándola y mirandola como ella era. Ha vivido bien y hay que estar felices.
ResponderEliminarMe haces emocionarme recordando a Valentina. Ha sido bonita su vida y eso te tiene que darte alas para volar bien, como era ella servicial, sencilla, amable y tantas cosas que le hacían ser una madre entrañable.
Driles y Carlos: gracias por vuestras palabras y esa bonita forma de recordar a Valentina. Es la que quiero tener yo también. Recuerdo cuando veníais a despertarme por la mañana y vosotros y Valentina eráis complices. La entendíais muy bien y ella disfrutaba con vosotros. Os quería como hijos. Me adoraba tanto que saber de nuestra gran amistad, era para ella una razón muy potente para quereros.
ResponderEliminarAún tengo sus cenizas en casa y voy a darle un beso de vuestra parte. Seguro que le da mucha alegría saber de vostros. Era tan generosa que le importaba más la vida de los demás que la suya propia.
Gracias amigos, Rosa, Chusa, María Jesús y Blogandés. Junto a todos vosotros ella esta y estará siempre presente.
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ResponderEliminarRecuerdo la tarde-noche del 22 de mayo de 2011, fue la última vez que escuché su cálida voz, pausada, fatigada por el paso del tiempo y por los acontecimientos. Cuánto amor recibido (y a la vez correspondido), cuánta ternura, cuántos consejos, cuánta vida, cuánto sufrimiento, cuánto orgullo por su hijo, su nuera, sus nietos, hasta por sus consuegros, "gracias a que están ellos..." decía. Quizás os sorprendan mis palabras, pero entre Valen y yo había una complicidad tan grande que pocos saben de su existencia. Alegrías, penas, injusticias, cariños, siempre una palabra amable, siempre luchadora, siempre independiente aunque no pudiera...
ResponderEliminarDe ese día 22 me queda: "cariño, gracias por llamarme, ven a verme cuando vengas" y del resto de sus días sus besos de "mamá", su cariño y su franqueza.