lunes, 31 de enero de 2011

De la moralidad pública y otras milongas

La falta de ética es siempre cosa de los demás. Rasgarse las vestiduras por la paja en el ojo ajeno y defender con uñas y dientes la viga en el propio, es moneda corriente en las conversaciones de la gente. Forma parte de lo que se ha dado en llamar, con benevolencia, la condición humana. Que, en cualquier caso, no debería eximir de culpa a nadie.
Hay infinidad de datos que demuestran el bajo nivel de moralidad pública en España. Las cifras son rotundas. Por ejemplo, ahora que tanto se habla de la necesaria prolongación de la vida laboral, puede leerse, entre las líneas de los sesudos análisis sobre el tema, que casi un millón de españoles son pensionistas por invalidez. ¡Ni que acabáramos de salir de una gran guerra o de una terrible catástrofe natural! ¿Cuántos de esos supuestos inválidos gozan, sin embargo, de una envidiable salud? Todos conocemos a alguno. He aquí una estructural bolsa de fraude pagada y consentida por todos. Parecida al alto porcentaje de bajas laborales que sufren nuestras empresas públicas y privadas, superando con creces la media europea. Una persistente realidad que habita confortablemente entre nosotros sin que nadie le meta mano con eficacia.
Este año, el peor para la economía española de las últimas décadas, se ha saldado con el mejor resultado en la lucha contra el incumplimiento fiscal. Hacienda ha recaudado por ello unos 10.000 millones de euros. Nada menos que el 1% de nuestro maltratado PIB, equivalente al recorte del gasto público previsto en el plan de austeridad de Mayo. La mayor mejora anual en ingresos por este importante apartado de las cuentas del estado en los últimos años. Una parte de este éxito se debe a la operación que destapó las opacas cuentas suizas y obligó a muchos de los “sospechosos” a devolver voluntariamente el dinero.
Pero, salvando las distancias cuantitativas, ¿cuántos españoles de a pie recurren cada año a habilidosos “gestores fiscales” para sortear en lo posible su cita con la Agencia Tributaria? ¿Cuántos operarios y clientes se saltan el IVA en las reparaciones caseras o en otras transacciones de pequeño o mediano calado? ¿Cuántas familias se jactan de mantener el servicio doméstico, en general con inmigrantes, a costa de no darles de alta en la Seguridad Social? ¿Cuántos siguen recibiendo el subsidio por desempleo mientras cobran las chapuzas en dinero negro? ¿Son, todos estos, menos culpables de inmoralidad pública que los grandes evasores o los políticos corruptos?
¿Es de recibo, con la que está cayendo, seguir bendiciendo la tradicional “picaresca” que tan simpática nos resulta? ¿Cuánto tiempo vamos a seguir con nuestra descomunal –estimada en el 25% del PIB- y popular “economía sumergida”? ¿No nos damos cuenta que al final las carreteras, la sanidad y la educación pública las estamos pagando sólo unos cuantos?
Hace unos días murió David Martínez Madero. Uno de esos hombres integros nada valorados en nuestro país. Fue fiscal anticorrupción, investigó el fraude del lino y llevó ante los tribunales a Javier de la Rosa por el caso Grand Tibidado. Perseguido por las mafias rusas, con protección policial permanente, nunca dió un paso atrás en su radical independencia profesional y en su lucha contra la inmoralidad pública y privada. Poco se ha hablado de alguien que debería ser un ejemplo para todos los españoles. Incluso para los que cada noche aparcan en Gran Hermano buscando patéticos modelos de vida a imitar.
Héctor Abad Faciolince, en su libro “El olvido que seremos” pone en boca de su extraordinario padre la siguiente frase: “no es que uno nazca bueno, pero si alguien dirige nuestra innata mezquindad, es posible conducirla por cauces que no sean dañinos, e incluso cambiarle el sentido”. Educación frente a corrupción. Grande o pequeña. Sin hipócritas justificaciones.

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