Gran parte de los grupos humanos, más o menos articulados, se constituyen para compartir ideas y razones, no tanto por ellas mismas sino por su capacidad de aglutinar conciencias, de alejar al hombre de la insoldable sensación de soledad que le acompaña. Así son, en esencia, los militantes de los partidos políticos, los seguidores de los equipos de fútbol, el 15M, las asociaciones de lo que sea... Así es, para bien y para mal, la civilización.
Lo malo es que ocupamos excesivo tiempo y energia en llevar la razón. Y en que nos la reconozcan. Con admirables excepciones, todos buscamos cada día en los titulares de los periódicos, en las noticias de los medios audiovisuales, en las conversaciones del bar…, opiniones que coincidan con la nuestra y conforten la avidez de razón conquistada en la que vivimos.
Demasiadas veces hablamos con los demás poco más que para avalar nuestras tesis preconcebidas, evitando en lo posible la “molesta” confrontación de ideas. Con frecuencia, utilizamos el clásico “llevas razón” esperando que el otro nos devuelva presto la coincidencia argumental, aunque sea ocupada sólo de lugares comunes, para así alcanzar juntos la nutritiva hermandad de las razones que se encuentran.
Algunos van todavía más allá y enferman sobrecargados de razón, haciendo de su reconocimiento el objetivo más importante de la vida. Y recorren juzgados –incluso se crucifican delante de ellos-, sindicatos, abogados, libros de reclamaciones, cartas al director, defensores del pueblo… para alimentar a ese extraño monstruo de la razón que se ha incorporado, sin avisar, a su disco duro.
Pero, peor aún que los que la buscan obsesivamente, son los que la encuentran. Y no se bajan de ella caiga quien caiga. Abanderados, iluminados, salvadores del pueblo, teóricos del bien absoluto, tertulianos ungidos por el conocimiento universal… Tipos que sientan cátedra a su paso. Especialmente peligrosos en los momentos de zozobra.
Decía Valente que “lo peor es pensar que tenemos razón por haberla tenido”. La cara soleada de la razón mira siempre hacia delante. Hay que llamarla cada nuevo día, no para poseerla sino para compartir la luz que nos presta. La razón bien entendida no sirve para defender viejos castillos, sino para construir otros nuevos. Escuchando más que hablando, debatiendo más que adoctrinando, libando de los unos y los otros…
Ese sería el mejor camino para la sociedad y la política de nuestro país en estos dificiles momentos. En los que no conviene volver a los viejos agravios ni arrojar “sine die” la culpa a la cara del oponente. Ni embarrar, con relatos y discursos emponzoñados de razón excluyente, el duro recorrido que nos queda para salir del abismo. Cuando las bases aparentemente sólidas, sobre las que hemos vivido tanto tiempo, se resquebrajan, es cuando toca, como Willy Brandt decía, “atreverse a abandonar las razones cautivas y llenarse de democracia sin prejuicios…” Aunque la historia de España no nos ofrezca mucha esperanza en ese sentido.
“Sólo soy un español que razona”, respondía el poeta y ensayista alicantino Juan Gil-Albert a los que le acusaban de afrancesado, por sus matizadas opiniones, en el doble exilio -primero exterior y luego interior- que vivió. Quizás precisamente por razonar y no cargarse de razones, sus obras son menos conocidas que las de otros de sus coetáneos, a mi juicio con menos méritos literarios. Tal vez por eso mismo, cada vez me gustan más los escritores e intelectuales que no pretenden con su obra convencer de nada ni dar lecciones a nadie. Y es un placer compartir con algunos de ellos un rato de tertulia, dos miércoles al mes, en un cercano lugar de Ourense.
Lo malo es que ocupamos excesivo tiempo y energia en llevar la razón. Y en que nos la reconozcan. Con admirables excepciones, todos buscamos cada día en los titulares de los periódicos, en las noticias de los medios audiovisuales, en las conversaciones del bar…, opiniones que coincidan con la nuestra y conforten la avidez de razón conquistada en la que vivimos.
Demasiadas veces hablamos con los demás poco más que para avalar nuestras tesis preconcebidas, evitando en lo posible la “molesta” confrontación de ideas. Con frecuencia, utilizamos el clásico “llevas razón” esperando que el otro nos devuelva presto la coincidencia argumental, aunque sea ocupada sólo de lugares comunes, para así alcanzar juntos la nutritiva hermandad de las razones que se encuentran.
Algunos van todavía más allá y enferman sobrecargados de razón, haciendo de su reconocimiento el objetivo más importante de la vida. Y recorren juzgados –incluso se crucifican delante de ellos-, sindicatos, abogados, libros de reclamaciones, cartas al director, defensores del pueblo… para alimentar a ese extraño monstruo de la razón que se ha incorporado, sin avisar, a su disco duro.
Pero, peor aún que los que la buscan obsesivamente, son los que la encuentran. Y no se bajan de ella caiga quien caiga. Abanderados, iluminados, salvadores del pueblo, teóricos del bien absoluto, tertulianos ungidos por el conocimiento universal… Tipos que sientan cátedra a su paso. Especialmente peligrosos en los momentos de zozobra.
Decía Valente que “lo peor es pensar que tenemos razón por haberla tenido”. La cara soleada de la razón mira siempre hacia delante. Hay que llamarla cada nuevo día, no para poseerla sino para compartir la luz que nos presta. La razón bien entendida no sirve para defender viejos castillos, sino para construir otros nuevos. Escuchando más que hablando, debatiendo más que adoctrinando, libando de los unos y los otros…
Ese sería el mejor camino para la sociedad y la política de nuestro país en estos dificiles momentos. En los que no conviene volver a los viejos agravios ni arrojar “sine die” la culpa a la cara del oponente. Ni embarrar, con relatos y discursos emponzoñados de razón excluyente, el duro recorrido que nos queda para salir del abismo. Cuando las bases aparentemente sólidas, sobre las que hemos vivido tanto tiempo, se resquebrajan, es cuando toca, como Willy Brandt decía, “atreverse a abandonar las razones cautivas y llenarse de democracia sin prejuicios…” Aunque la historia de España no nos ofrezca mucha esperanza en ese sentido.
“Sólo soy un español que razona”, respondía el poeta y ensayista alicantino Juan Gil-Albert a los que le acusaban de afrancesado, por sus matizadas opiniones, en el doble exilio -primero exterior y luego interior- que vivió. Quizás precisamente por razonar y no cargarse de razones, sus obras son menos conocidas que las de otros de sus coetáneos, a mi juicio con menos méritos literarios. Tal vez por eso mismo, cada vez me gustan más los escritores e intelectuales que no pretenden con su obra convencer de nada ni dar lecciones a nadie. Y es un placer compartir con algunos de ellos un rato de tertulia, dos miércoles al mes, en un cercano lugar de Ourense.
Tengo dudas, después de leer tu artículo,de si tienes o no "toda la razón " en lo que dices.
ResponderEliminarPorque cuando dudamos carecemos de seguridad, pero cuando estamos convencidos de algo creo que inevitablemente lo transmitimos con mayor o menor ánimo de que sea aceptado.Sobre todo si se produce o se espera un dialogo.Porque si no es hablar por hablar y da lo mismo que te escuchen o no.Una cosa es pensar que somos los únicos depositarios de la verdad y otra tener algunos convencimientos y expresarlos de modo asertivo, con ánimo no de imponer pero si de sintonizar, que no es, en el resultado, muy diferente de convencer al otro/a.
En fin, no sé si pretendo convencerte creo que solo deseo transmitirte mi modo de ver la cuestión.Un bico
Cuento japonés.
ResponderEliminarSe dice que en el siglo XIX un estudiante viajó a las montañas para entrevistarse con Nan-in, un viejo monje Zen. Cuando estuvieron uno frente al otro, el aprendiz le dijo:
-Maestro, he leído todo cuanto ha llegado a mis manos y estudiado largas horas los escritos de los eruditos. Vengo a ti para aprender los secretos del zen.
El viejo monje pareció hacer caso omiso a estas palabras y por toda respuesta dijo:
-¿Te gustaría tomar una taza de té?
- De acuerdo, aceptó el estudiante algo sorprendido.
Nan-in colocó dos tazas sobre la mesa y comenzó a servir té en la del invitado. Pronto la taza se llenó, pero Nan-in continuó sirviendo, de modo que el té se derramaba por el borde.
-¡Maestro!, exclamó el estudioso. La taza está llena. No puede servir más.
-Así es, dijo Nan-in, deteniéndose justo entonces. Tú eres como esta taza. Vienes lleno de tus ideas y prejuicios. ¿Cómo podría yo enseñarte algo, si no hay lugar para nada más? Si verdaderamente quieres aprender... vacíate de lo que traes y sólo entonces podrás conocer el zen.
De mejor forma es imposible decir lo que torpemente quise expresar en el artículo, que con la historia del maestro del zen. Gracias JABG por interpretrarlo tan bien.
ResponderEliminarNo se trata de no tener convicciones y defenderlas, Mará Jesús. claro que hay que hacerlo. Pero no se puede vivir esclavo de ellas. No se debe vivir para almentarlas. Ellas son el alimento y no lo necesitan. A traves de ellas amamos, ellas no son el amor.
Como dice el maestro zen de JABG creo que la frase mas importante del artículo es:
"La cara soleada de la razón mira siempre hacia delante. Hay que llamarla cada nuevo día, no para poseerla sino para compartir la luz que nos presta. La razón bien entendida no sirve para defender viejos castillos, sino para construir otros nuevos. Escuchando más que hablando, debatiendo más que adoctrinando, libando de los unos y los otros…"
Un abrazo, amigos
Hay una palabra de príncipes y hay una palabra de mendigos. La de los príncipes es como una estancia en la que no hubiera nada y en la que al mismo tiempo todo estuviera lleno, lleno a rebosar. Es una palabra que está sorda de bastarse a sí misma. La de los mendigos, por el contrario, contiene en ella el vacío suficiente, de espacio, de silencio, para que el primer llegado se deslice en ella encontrando allí su bien. Es una palabra que deja en ella sitio a otra, que hace posible la llegada de algo distinto a ella misma. Ya sabéis: la vieja tradición de poner en la mesa un plato de más para un visitante imprevisto. Esas son las palabras que a mí me gustan. Es en esas mesas donde mejor como.
ResponderEliminarChristian Bobin
Va de Christos la cosa (la última cita es de Christ-ian Bobin y la mía es de Crist-opher Morley):
ResponderEliminar"Hay una sola regla para ser un buen conversador: aprender a oír"
Corrijo: es de Christ-opher Morley.
ResponderEliminarMerry christ-mas, amigos. Preciosa la cita de Bobin y "el plato de más".
ResponderEliminarEn una reciente entrevista a Angel Gabilondo, exministro de Educación y filósofo, a proposito de su libro Contigo, decía: "encontrar alguien con quien callar, con quien compartir un silencio... El silencio también es una forma de escuchar. Sielnciar no es callar; es mucho más, es escuchar de otra manera".