lunes, 3 de octubre de 2011

El país de Nunu

Birmania es luminosa e ingenua. Como Nunu, la mujer que nos la enseñó. Las sensaciones que en un país tan distinto como éste llegan al viajero, dependen tanto de la propia mirada como del acierto y el cariño de quien guía sus pasos y le muestra los lugares y las gentes. Desde ese momento indisolublemente unidos en el recuerdo, al contexto en el que fueron visitados. Y a las historias, los olores y los sabores que los acompañaron.
Por eso, ella es tan importante al rememorar el viaje. Ella y los caramelos de pulpa de tamarindo que compraba en el mercado para nosotros, envueltos en su sonrisa perpetua y en un delicado papel transparente. La familia de Nunu procede del campo, de los inmensos arrozales que dan de comer a los birmanos y de los bosques de bambú que les proporcionan el material para construir sus casas. Nunu es, como Birmania, auténtica. Elegante en la armoniosa sencillez de una camisa blanca y una falda granate, el tradicional longyi de Indochina. Siempre contenta. Con la única concesión en su figura menuda, de un pequeño reloj en la muñeca y una flor, distinta cada día, en el moño. Impecable en todo momento, fiel a las tradiciones de un país milenario que aún no ha perdido el respeto por los mayores, por los extranjeros, por los padres y profesores que son la fuente de la experiencia y el conocimiento.
Birmania nos llena los ojos de colores, de estremecedora belleza en sus atardeceres, de enormes ríos y lagos llenos de vida en sus orillas que transmiten la serenidad del silencio laborioso... De orquídeas salvajes y verdes colinas salpicadas de pequeñas pagodas doradas que los campesinos visitan cada día para hacer sus ofrendas y tener un rato de meditación en medio del trabajo. El budismo en su máximo esplendor. Budismo theravada (linaje de los antiguos), que entiende el nirvana sólo como la consecuencia final de una vida dedicada al recogimiento y la reflexión.
Por eso Birmania es, también, una inmensa fila, al amanecer, de monjes con su túnica y su cuenco entre las manos, recibiendo de sus vecinos la imprescindible ración de arroz y curry. Para las humildes familias donantes no se trata de una limosna, es un honor. En el país hay medio millón de monjes. El día más importante para un padre o una madre es la ceremonia de ordenación de su hijo.
Viajar a este lugar del sureste asiático es dar un salto, de muchos años atrás, en el tiempo. Con todo lo que esto tiene de malo y de bueno. Los birmanos son, en su mayoría, campesinos o artesanos. No hay plástico en Birmania, ni apenas uralita. La madera de teca, el bambú, la seda, el hilo de loto, los bueyes… componen el ajuar con el que nacen, crecen, labran la tierra, se visten y se mueren. Todo se hace aún con las manos. Por eso las cosas, los objetos, son tan hermosos.
Tampoco hay demasiado interés por emigrar, en busca de una vida más cómoda y mejor, a los barrios periféricos de las grandes ciudades, tal como ocurre en la mayor parte del tercer mundo. Por el momento, los sueños de riqueza o la política son mucho menos importantes que las estaciones, la cosecha, Buda, o el nivel de los ríos. El becerro de oro del consumo incesante aún no ha llegado por esas tierras.
Birmania vive sojuzgada por una dictadura militar y aislada por un bloqueo comercial con el resto del mundo salvo China. Una parte de su territorio, en la que persisten enfrentamientos y guerras con las etnias que no aceptan al poder central, está vedado a los visitantes. El cultivo del opio y la desolación de los refugiados se esconden en esas áreas fronterizas. Es la cara oculta de un país luminoso.
Todo esto lo supimos por Nunu, que una tarde además nos contó, con la mayor naturalidad del mundo, su deliciosa historia de amor. Con sabor a chirimoya y manzana. A fruta fresca de Birmania.

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