domingo, 22 de noviembre de 2009

¡Danke, Gorbi!

Antes de la caída del Muro, el declive de las ideologías ya era imparable.
Todo había comenzado dos siglos antes en la Revolución Francesa y sus tres rotundos y profundos ideales: libertad, igualdad y fraternidad. Despues llegó el marxismo para hacerlos realidad a través de la política. Su aplicación real resultó un fracaso allí donde se intentó. El triángulo revolucionario se derrumbó siempre por el mismo lado, el de la libertad. La igualdad fundada en la fortaleza del estado y la pretendida fraternidad internacionalista, prometían que una vez alcanzada la madurez del nuevo orden social, la libertad llegaría por si sola como una consecuencia del hombre nuevo. No fue así: las dictaduras falsamente atribuidas al proletariado se eternizaron, y los pueblos, sometidos por décadas, nunca fueron libres. La realidad demostró que más allá de los crimenes de los siniestros personajes políticos que la protagonizaron, la condición humana no permite alcanzar la triangular perfección del paisaje revolucionario, tan fascinante en la teoría. No somos capaces de llegar a tanto.
Mientras, a este lado del muro, el capitalismo, la otra gran ideología, adquiría en determinados países occidentales su rostro más humano, empujado por la lucha obrera y sindical. Los entonces hegemónicos partidos socialdemócratas consolidaban, en la segunda mitad del siglo XX, los estados del bienestar. Una conquista social pacífica y democrática que lograba un imperfecto pero razonable equilibrio entre los tres ideales revolucionarios, en un contexto de generación mantenida de riqueza basada en el consumo de las masas. Una condición que hoy parece dificilmente sostenible sin cargarnos el planeta. A los partidos conservadores y liberales no les quedó más remedio que apuntarse, con mayor o menor entusiasmo, a este modelo amable de capitalismo que rapidamente se consideró innegociable y consustancial a la propia democracia.
Y en estas, despues del último y utópico canto revolucionario en mayo del 68, el muro cayó por el pragmático sueño de libertad de millones de personas que deseaban consumir, viajar y vivir como los habitantes del “otro lado”. Fue un proceso pacífico, incluso teatral, gracias a Gorbachov: un político inusual capaz de reconocer el fracaso y entender la rendición del bloque soviético como la mejor salida posible en aquel momento. A diferencia de otros, que aún hoy condenan a sus pueblos a la indignidad, la pobreza y la violencia antes de reconocer una derrota ya confirmada por la historia. “Danke, Gorbi”, gritaban agradecidos los berlineses mientras derribaban el muro a martillazos.
Acabado este apasionante periodo del siglo de las luces, el triunfante capitalismo, sin ataduras, amplificó el mercado hasta hacerlo insaciable, olvidándose no ya de la igualdad, sino también de la equidad. Hoy en muchos de los paises del Este de Europa, los ciudadanos se ven más pobres que en el 89 y confían cada vez menos en la democracia. Peligrosa percepción que crecerá con la Gran Recesión que el mundo globalizado está sufriendo. Triste capitalismo que permite en el siglo XXI la muerte por hambre de un niño cada 6 segundos.
A su vez, la política es cada vez más pequeña y no consigue enderezar el rumbo. Se ha convertido en un producto más del desaforado consumo, donde sólo vende el que se adapta a las tendencias del mercado electoral. Cuando el envoltorio es el que marca la diferencia, crece el populismo y acaban apareciendo Berlusconis.
Más allá de las dos ideologías fracasadas, quedan los valores frente a la mediocridad de la coyuntura. En los valores está el presente y el futuro. Los jovenes de hoy en día lo entienden bien, pero deben dar el paso de ser protagonistas y no meros espectadores. En todo caso, gracias a Gorbachov por haber comprendido, al otro lado del muro y en difíciles circunstancias, que la paz está por encima de todo.

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