domingo, 26 de junio de 2011

Desconfianza y simplificación

Pocas cosas hay en la vida que me irriten más. Aunque escapar de ellas obligue a nadar, a veces, a contracorriente, amarrado a los matices. No es fácil. De niño te dicen que eres el espíritu de la contradicción. De mayor, te acusan de buscar componendas o, directamente, te llaman chaquetero. Así que, como cantaba George Brassens: “en el mundo ya no hay mayor pecado que el de no seguir al abanderado”. Sea quien sea el que lleve la bandera: paria o poderoso.
Hoy en día, para una gran parte de la opinión pública española, todos los políticos son, en general, malos de solemnidad. Y, con gran frecuencia, corruptos. La escala de grises que la naturaleza propone y la razón aplaude, han desaparecido en este u otros asuntos, para permitir reconfortantes análisis colectivos que evitan al ciudadano el esfuerzo de ponerse en el lugar del otro y matizar el juicio que “a priori” las circunstancias y la opinión mediática o mediatizada imponen. Los datos concretos sólo se cotejan si apoyan la tesis prefijada. En caso contrario, se ocultan o se consideran poco relevantes.
Nada más fácil de asumir que lo maniqueo. Es lo que vende en una sociedad acostumbrada al espectáculo y al pensamiento único: las metadonas del fastidioso razonamiento. No es cierto que todos los políticos sean iguales y que tengan la culpa de cuanta desgracia o contratiempo nos acontece. Acuñar el apelativo de “la clase política” como un conjunto homogéneo de culpabilidades, es crear un saco donde se mezclan churras, merinas, águilas y palomas… Injusto y quizás de consecuencias contrarias a los intereses de los que ahora generalizan con esa facilidad. Tampoco debe ser del todo verdad que la Merkel sólo piense en clave electoral interna o que los mercados sean nada más que entes insaciables y desalmados.
Pero es más fácil colocar etiquetas que intentar explicarse las razones por las cuales la industria financiera ha sustituido a la política. Con nosotros mirando para otro lado, pensando en Babia o bebiendo la sopa boba. Y el problema no es tanto el mayor o menor acierto en el sumarísimo juicio popular, sino que, sin un análisis crítico y autocrítico del origen y el desarrollo de los problemas, la salida será menos solida y no cambiará la crisis de valores que está en el fondo de la cuestión.
En España dar un paso adelante, asumir la gestión de algo, la representación de un colectivo, liderar un proyecto, optar a un cargo… tienen un coste y un riesgo superior al de otros países. Aquí lo mejor es quedarse quieto, alojado en el grupo sin asumir mayor responsabilidad. Significarse -horrible palabra heredera de la dictadura- suele conllevar aceradas críticas y nuevos enemigos. En el mejor de los casos, los demás le dirán al “atrevido”: ¡estás ahí porque quieres! O se cargarán de razón buscando en cada decisión su beneficio propio o el de sus amigos. También es posible que los mismos amigos así lo piensen.
Quizás sea esta la razón de la resistencia del 15M a presentar líderes con caras y nombres concretos que representen al movimiento. En este país tenemos una desconfianza orgánica al que está arriba en un momento dado – en la empresa, en la política…- y, por ello, corremos el riesgo de la inhibición de los mejores.
Un reciente estudio, Pulso de España 2010, afirma que un 70% de los jóvenes españoles cree que cualquiera de sus conciudadanos se aprovechará de él en cuanto tenga una oportunidad y un 34% piensa que casi nadie merece la consideración de buena persona. Terrible. Por eso somos pasto fácil de cualquier teoría de la conspiración: en política, en la comunidad de vecinos o en el trabajo.
Otros estudios sociales parecidos al referido, han demostrado que el nivel de confianza social se incrementa con la formación intelectual de los individuos. Desconfianza y simplificación, dos graves dolencias que sólo se curan con lectura y reflexión.

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