jueves, 10 de septiembre de 2009

DON JOAQUÍN


Los más jóvenes ni siquiera habrán oído hablar de él, uno de los nombres básicos de la Transición española. Don Joaquín Ruiz- Giménez: si el cielo existe, allí se fue hace una semana. Se marchó un hombre bueno, capaz de ponerse siempre en el lugar del otro. Una cualidad que hoy, en este mundo falsamente competitivo, se valora poco.
Hay quien dice que fracasó en su aventura electoral con Izquierda Democrática, una parte de la Democracia Cristiana de 1977. Y que con ello se extinguió. No es así. Su discurso siempre trascendió la electoralidad. Por eso debió retirarse de la política partidista. Su personalidad, como la de otros hombres buenos de entonces -Tierno Galván, Bandrés…- nunca cupo en el concepto de partido político como unidad de pensamiento aglutinado por la consigna. Un concepto ahora indispensable y que, ya por aquel entonces, comenzaba a imponerse. Sus ideas, su forma de entender el mundo eran demasiado complejas para caber en un mitin, para vender en el supermercado de las campañas electorales.
Lo leí por primera vez en Cuadernos por el Diálogo, aquella revista que, sin clandestinidad pero con cuidado por si alguno de la “social” andaba cerca, comprábamos los universitarios españoles a inicios de los setenta, en los quioscos de la entrada del campus. Quisiera -como pequeño homenaje personal- reproducir en su literalidad parte del primer editorial de la revista, allá por el año 63. Lo tituló La Razón de Ser y decía: “Sólo tres cualidades se exigen para lograr presencia activa en estas páginas: un mutuo respeto personal, una atenta sensibilidad para todos los valores que dan sentido a la vida humana y un común afán de construir un mundo más libre, solidario y justo”. Por este tipo de pronunciamientos, Cuadernos y Don Joaquín fueron esenciales para generalizar la pulsión democrática en un país aún aplastado por la dictadura. Resultaron ser puentes esenciales. De ellos estuvo impregnada la transición y aún hoy en día, en muchos de nosotros, recrece la nostalgia por esas figuras políticas que abominaban de la dialéctica amigo-enemigo, del enfrentamiento como estrategia. De quienes fueron capaces de convocar, ceder, callarse cuando tocaba, pensar sólo en el bien común, pactar, moderar, enseñar...
Don Joaquín fue un soñador y su sueño se cumplió. Un sueño de diálogo, de ilustración, de consensos capaces de conjurar las dos Españas. Él, procedente de las fraguas del franquismo, consiguió paradojicamente ser uno de los mejores intérpretes de Antonio Machado, su poeta preferido. Dicen sus amigos que, con frecuencia, repetía uno de sus versos menos conocidos: “busca a tu complementario que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario”. Don Joaquín lo hizo. Defendió en los tribunales durante los años de plomo, a sus “contrarios” de entonces: comunistas, anarquistas, sindicalistas de Comisiones Obreras…
Algunos, en aquellos años de quioscos como heraldos de la libertad, cuando Cuadernos desapareció, pasamos a comprar Triunfo, El Viejo Topo, Ajo Blanco… mientras, militantes de organizaciones de izquierda, soñábamos con cambiar el mundo corriendo delante de los entonces grises. Pero sin olvidar nunca a Don Joaquín, el más tarde Defensor del Pueblo, que al menos para mí siempre fue un referente ético.
Un triunfador en el sentido más profundo de la palabra, no precisamente el más actual. Murió a los 96 años, sin el reconocimiento público merecido, pero con la grandeza de espíritu que, en vida, le caracterizó. Descansa en paz, maestro.

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