sábado, 15 de mayo de 2010

Embustes

En “La decadencia del arte de mentir”, Mark Twain afirma que “no es posible vivir con alguien que diga siempre la verdad”. Cierto, la sinceridad mal entendida puede llegar a ser tan indeseable como el engaño. Decirle cada día al feo “lo feo que es” o al moribundo lo poco que le queda, de nada sirve más allá de hacer sufrir de modo innecesario al prójimo.
La mentira en pequeñas raciones forma parte de los usos sociales. La convivencia exige tácitas convenciones, pequeños pactos de silencio. Lo grave es cuando esos pactos abren la puerta a la imposición y a la violencia. En “La Cinta Blanca”, Michael Haneke los encuentra en las entrañas del autoritarismo afincado en un pequeño pueblo alemán a las puertas de la segunda guerra mundial. Un sórdido lugar donde anida la mentira colectiva, caldo de cultivo del horror posterior. El poder absoluto siempre se sostiene sobre el miedo y el silencio.
En todo caso, mentimos por muchas otras variadas razones: por costumbre, por egocentrismo, por temor, por cordialidad... Incluso por ayudar a los demás. Con mentiras piadosas, aquellas que mi abuela decía que se perdonaban rezando dos avemarías y un padrenuestro. O con las mentiras compasivas a “Doña Rosita, la soltera”, el tierno personaje de Federico García Lorca. O con las amorosas mentiras a sus feligreses del “San Manuel, bueno y mártir” de Miguel de Unamuno. O con las nobles mentiras, "deber de los gobernantes para con sus pueblos", de “La República” de Platón.
También hay mentiras para jugar. Licencias creativas. Mentiras amables de cuentos infantiles, de narices inmensas en muñecos de madera, de canciones que llevan por el monte a las sardinas y por el mar a las liebres. Poemas de brujas buenas y piratas honrados. Cuentos que forman parte de nuestro imaginario infantil, pensados para mostrar los peligros del engaño. Fábulas de animales sabios e historias aleccionadoras como la de “Pascualín, el embustero”, aquel joven pastor que solía mofarse de sus compañeros asustándoles con el grito de “¡qué viene el lobo!” Hasta que un día el lobo vino de verdad y se lo comió a él.
Más tarde supimos de mentiras que llenaron vidas enteras: médicos que nunca estudiaron medicina, falsos supervivientes en los campos de exterminio nazi... Grandes mentiras que exigen compromiso, trabajo, dedicación y capacidad para improvisar. Mentiras que se reproducen, se bifurcan y se pierden en una maraña que ahoga al embustero por mucho que quiera escapar de la soga. Insatisfacción vital escondida en historias de diseño propio que tarde o temprano alguien descubrirá.
Mentiras como máscaras, para aparentar lo que no somos, para quedar bien, para escondernos del público que nos mira. Mentiras de conveniencia que ocultan relaciones inconfesables, tratos de favor, regalos, trajes, aduladores oficiales que algunos quisieran no haber conocido nunca. Pero que están ahí, llaman por teléfono y acaban siendo irrefutables, convirtiendo en patéticas la figuras de quienes pugnan por convencer al mundo de que aquello nunca pasó. Al menos en Valencia. Mentiras con objetivos muy distintos. Embustes buenos, malos y regulares. Como en todo.
A Francisco Camps, para que deje pronto de hacer el ridículo.

2 comentarios:

  1. Suscribo absolutamente el texto de partida. A veces, las palabras son casi tan dañinas como las balas.

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  2. Cierto José. Y al mismo tiempo son la esencia del ser humano, nuestra mejor arma para hacer el bien. La argamasa del amor.

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